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II Premio Taurino Manuel Ramírez

ABC de Sevilla instituyó el pasado año los  Premios Taurinos Manuel Ramírez para trabajos editados en presa escrita sobre temas taurinos. En esta segunda edición el jurado se ha decantado por Francis Wolff, catedrático de filosofía de la Universidad de París, por un artículo titulado «El arte de jugarse la vida», publicado precisamente por ABC. Como creo que hay que leer a los que saben escribir y tienen algo que decir , a continuación les transcribo el artículo, que es una defensa de los Toros y, de paso, una crítica a los antitoro.

EL ARTE DE JUGARSE LA VIDA

Se escucha de vez en cuando a escritores, universitarios y pensadores españoles evocar su infancia vagamente acunada de recuerdos taurinos y expresar su rechazo, a veces violento, de la fiesta de los toros. No comprenden cómo puede hoy (aún y siempre) emocionar, conmover, exaltar las muchedumbres, en las que seguro no ve nada más que una masa de reaccionarios incultos alentada por intelectuales esnobs. En esta revuelta antitaurina, a veces íntima, a veces sonoramente militante, se encuentran a menudo, en amalgama con la memoria de sus propias historias familiares, algunos tópicos datados en los sesenta (toros = turismo, exotismo de españolada, tremendismo del torero descamisado) o más antiguos aún (toros = España negra, vergonzante cara del pasado). Sí, ya sé: sé que para muchos españoles los toros despiertan espontáneamente ese mismo sentimiento confuso, un poco nostálgico, vagamente vergonzoso, de tener que vérselas con algo que sobrevive de manera inconveniente pero a punto de caducar definitivamente gracias a la ascensión social, la educación del pueblo, la evolución de las costumbres, el sano desarrollo de las sensibilidades, Europa, la democracia, etc. Sí, ya sé: sé que para muchos jóvenes españoles la palabra «tauromaquia» evoca carteles de otra época, un rito anticuado, una especie de juego arcaico o incluso un espectáculo cruel del que deben defenderse cuando, gracias a un programa Erasmus, se dan cuenta que, para el resto del mundo, se mantiene asociado al nombre de España, es decir, a una de las naciones más avanzadas de Europa de la que por lo demás uno puede sentirse orgulloso. A todos esos españoles, jóvenes o menos jóvenes, les quiero decir lo que sigue: los toros no son ya sólo la Fiesta Nacional de España. Con eso han perdido un poco y ganado mucho. Se han convertido en parte integrante de la cultura de la Europa meridional e incluso del patrimonio mundial.

¿Se imaginan ustedes que hace apenas algunas semana (el 2 de junio exactamente), en un teatro del centro de París atestado, cientos de personas de las que la mayoría no habían puesto nunca sus pies en España, e ignoraban absolutamente todo de la «fama negra» de los toros, habían pagado cara su entrada por el único placer de homenajear la heroica carrera de un torero… colombiano (César Rincón)? Claro que para todos esos turistas que visitan España a toque de pito, entre la torre de Pisa y el Big Ben, y que creen que Francia es Pigalle, los toros son el «exotismo» español barato, y el torero es algo así como «Manolete-ElCordobés-del brazo de su bailaora con castañuelas», o (para los más cultivados ¡ay!) es la imagen odiosa y desgastada del maletilla hambriento que, para salir de su miserable condición, no tiene otro remedio que tentar al diablo y arrojarse entre sus cuernos. Ignoran evidentemente, como quizás muchos españoles, que uno de los más grandes toreros de la historia está vivo y toreando y en modo alguno debe su valor extraordinario a esa deprimente leyenda, o que uno de los mejores toreros de la primera década del siglo XXI es francés, o que fue prácticamente imposible conseguir entradas (siendo tan caras como las de la ópera) para las diez corridas que conformaron la reciente feria de Nîmes (95.980 espectadores).

Un poco de pudor y muchos escrúpulos me impiden evocar mi infancia que está en las antípodas de las de los intelectuales españoles antitaurinos. Bastará decir que esa infancia en el cinturón de París, con mis padres judíos alemanes que escaparon por milagro de los campos de la muerte, en modo alguno me preparaba para recibir el choque que fue el descubrimiento accidental de los toros, a la edad de 18 años, al azar de una escapada estudiantil en la región de Provence. Para muchos españoles de mi generación, los toros son familiares, formaron parte de la vida cotidiana de su infancia, se los vivía con indiferencia, aceptación o rechazo de una «cultura» vagamente patrimonial que es como una segunda naturaleza de la que hay a veces que desprenderse para poder existir por sí mismo. Para mí la corrida de toros es una amiga que he elegido tan próxima como la música y sin la cual podría difícilmente vivir. Digo que la he elegido pero tengo más bien la impresión que ella me ha elegido a mí; el encuentro fue fortuito pero, como dice Flaubert de la primera cita amorosa: «Fue como una revelación». No, los toros ya no son sólo la Fiesta Nacional. Han perdido un poco de sus particularidades (algunas fiestas votivas, capeas salvajes, un público cautivo, un pueblo entero movilizado tras un torero muerto), han ganado mucho en universalidad -geográfica y sobre todo cultural-. Ahora, en el presente, los que torean y los que van a los toros lo han elegido, y si no saben del todo, ni unos ni otros, lo que van a buscar «allí» (¿sabemos bien lo que es el amor?), saben que hoy se va a la plaza en lugar de ir al estadio, al concierto o al teatro.

Sin duda, la corrida de toros no es moderna, pero no porque no sea de nuestro tiempo, es -al contrario- porque nuestro tiempo no está ya en la «modernidad». La modernidad en el sentido estricto se acabó hacia el final de los años ochenta del siglo pasado, con el derrumbamiento de las ideologías, el fin del sueño en el progreso y el agotamiento de los discursos dogmáticos de las vanguardias artísticas (formalmente revolucionarias, políticamente redentoras). Lo que algunos han dado en llamar la «posmodernidad» o lo contemporáneo se opone punto por punto a la modernidad. Puede ser que la corrida de toros no sea ni haya sido nunca «moderna», pero es seguro que se acuerda perfectamente a lo «contemporáneo». Lo moderno está ligado al progreso, a la «velocidad», a la industrialización sistemática (comprendida la de la ganadería de carne); lo contemporáneo y la corrida están ligados a la biodiversidad, a la ganadería extensiva de bravo, a los equilibrios de los ecosistemas. La modernidad sólo veía la salvación a través de la comunidad y la sociedad, en el «todo es política», lo contemporáneo y la corrida renuevan con los valores del héroe solitario (pensemos en el culto contemporáneo hacia los éxitos singulares y aventureros de cualquier tipo), con una ética de las virtudes individuales, el valor, la lealtad, el don de sí mismo. La modernidad quería esconder la muerte (simple «no vida» igual que se dice invidencia en vez de ceguera), reducirla al silencio del frío vacío de las salas mortuorias o a la mecánica funcional de los mataderos; lo contemporáneo y la corrida de toros reconocen que la ceremonia de la muerte puede contribuir a dar sentido a la vida mostrándola conquistada a cada instante sobre la posibilidad misma de su negación. Era -se decía- el fin de los ritos en los que lo único que se veía eran prejuicios arbitrarios e irracionales, pero lo contemporáneo y la corrida de toros redescubren las virtudes de los ritos, no necesariamente vinculados a capillas y estampitas. Lo moderno declaraba el final de la figuración en pintura, del relato en literatura, del drama en el cine; lo contemporáneo inventa una nueva figuración, el cine de Almodóvar, genio de la posmodernidad, reinventa la linealidad del relato y las estructuras complejas del melodrama, como la corrida de toros que mezcla lo festivo y lo trágico, los colores chillones y la emoción más pura. El arte moderno glorificaba la vanguardia social y declaraba el final de la «representación», el posmoderno mezcla lo popular y lo erudito -como la corrida de toros, la más sabia de las artes populares- mezcla la transfiguración de lo real y su presentación en bruto (el happening, el body-art, el ready-made, la instalación, la intervención, el artista mismo) como la corrida de toros, alianza de representación clásica de la belleza y de presentación en bruto del cuerpo, de la herida, de la muerte, como el torero, artista contemporáneo, que hace de su gesto una obra estilizando su existencia. La posmodernidad, lejos de oponer el hombre al animal como en los tiempos modernos, presiente que no hay humanidad sin una parte de animalidad, sin un otro al que -a quien- medirse, como si el hombre -hoy más aún que ayer- sólo pudiera probar su humanidad a condición de saber vencer, en él y fuera de él, la animalidad en su forma más alta, más bella, más poderosa, por ejemplo la del toro salvaje: vencerla, es decir, repelerla o domarla, pero sobre todo oponer la fuerza de la astucia, la gratuidad del juego, la ligereza de la diversión, la gravedad de la entrega de sí mismo, la fuerza de la voluntad, el poder del arte, la conciencia de la muerte -en definitiva todo lo que hace la humanidad del hombre-.

Quizá se podrá afirmar: ¿pero el espectáculo del sufrimiento animal, dada la evolución de las costumbres, no es ya tolerable, hoy menos que ayer? A esto hay que responder que no es una cuestión de historia (moderna o no) ni de geografía (España negra o no). Yo no he sufrido nunca, personalmente, con el espectáculo del pez atrapado en el anzuelo del inocente pescador de río -es una cuestión de sensibilidad-. Ésta permite a algunos ver al toro como víctima, la mía sólo ve en él un animal combatiente. Autoriza a algunos a pensar que el torero martiriza una bestia, yo veo en él un héroe contemporáneo que tiene la audacia de desafiar y enfrentarse a una fiera jugándose la vida -sin más, por la belleza del gesto, por pura libertad, para afirmar su propio desapego en relación con las vicisitudes de la existencia y su victoria sobre lo imprevisible-. ¡Es cierto que el toro no quiere combatir, pero no por porque sea contrario a su naturaleza el combatir sino porque es contrario a su naturaleza el querer! Esto es al menos lo que mi sensibilidad me dicta, comparable en eso a la de cientos de miles de otros hombres en todo el mundo, y no la creo menos movilizada ni sublevada que ninguna otra ante el sufrimiento de los hombres -o incluso de los animales- ni menos consciente de lo que hace falta de poder creador para volver a dar hoy un sentido, en arte, a esa palabra mancillada que es la belleza.

FRANCIS WOLFF

Catedrático de Filosofía de la Universidad de París

 

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La Mujer del Guarda de Don Álvaro Domecq

A petición de nuestro comentarista Sr. Desde el 4 y por el interés mostrado por «Grada del 8» a continuación transcribo el artículo de Don Álvaro Domecq

Iba yo por el campo revisando los toros, este campo que está lleno de hierbas, de flores, como la zulla roja, argamula morada, trébol blanco, y me encontré con la mujer del guarda, que buscaba entre toros, flores y palmas los huevos de sus gallinas. ¿Quiere usted unos huevos de campo? La señora me preparó una cajita de huevos, con mucho esmero, entre pajitas. La amarró con su toniza y a pesar del ajetreo del coche de campo, llegaron a casa listos para ser fritos. Este año he visto que los ganaderos andan tristes y los mayorales cabizbajos. He leído crónicas que hablaban de la decadencia de los toros bravos en Sevilla. No ha habido ni una corrida, ni un toro bravo, dicen. La Maestranza ha lanzado un comunicado otorgando premios para el mejor matador, para la mejor faena, para el mejor quite, para el mejor par de banderillas y para el mejor picador, pero ha quedado desierto el premio a la mejor corrida y al mejor toro.

Me acordaba yo de la cajita de los huevos de la mujer del guarda; hace pocos días, en Resurrección se ha celebrado la Feria de Arles, una feria que se celebra en una plaza antigua. Ha habido trofeos para los toreros, ha habido grandes faenas y hasta algún toro que lo premiaron con la vuelta al ruedo. En esa plaza tan antigua no existen los corrales, sino una especie de venta de Antequera donde van los toros después de un largo viaje. Los empresarios de Arles compraron a los ganaderos seis toros. Entre el mayoral y el hombre que cuida los corrales han bajado los toros con suma suavidad, los han soltado rodeado de los bueyes, hasta el día de la corrida que llega un francés, aficionado y amante de los toros, en función de presidente, y los banderilleros del cartel del día, han hecho los lotes de los toros, han sorteado, se ha tomado nota del orden de lidia, y entre el mayoral y el hombre de los corrales los han encerrado de nuevo en su cajón, con sumo cuidado, con mucho esmero, como los huevos de la mujer del guarda, y los han dejado dispuestos para la lidia.

Próximamente, vendrá la Feria de Jerez, en donde también están anunciadas muchas de las corridas de Sevilla, y los toreros El Juli, Perera, Cayetano, Morante, el Fandi, Manzanares, Padilla, José Tomas, El Cid, Finito de Córdoba, Rivera y Talavante. Seguro que veremos buenas tardes de toros, pero estos toros se embarcarán de diferente manera que las corridas de Sevilla.

En Sevilla un día vienen a reconocer la corrida, como es lógico se suele presentar una corrida armónica, con toros de buenas hechuras, ya que se pueden escoger los mejores de la camada, con el prototipo que gusta en Sevilla. Si hay suerte ya que llega un ejército de hombres, vienen veterinarios, el presidente, el delegado, la empresa, los veedores esta corrida será embarcada el día antes de la lidia, casi de madrugada, con el mimo y cuidado de su mayoral.

Al llegar a Sevilla los toros se encuentran con un pequeño cuadrilátero, con grandes burladeros de muros fuertes, rodeados por una cantidad de veterinarios, presidente, delegados, incluso algún banderillero llamado especialmente. El piso de ese cuadrilátero está lleno de arena, tiene tanta como este año tiene la montaña del albero de la Maestranza, y yo creo que si hubieran echado un cubito de cal nos hubiera parecido que estábamos viendo el mismísimo Mont Blanc. Arriba en la baranda suele estar la empresa, el ganadero y el mayoral viendo el espectáculo.

Abren la puerta y el toro sale al corral y empiezan a llamarlo desde uno y otro burladero, el toro con la arena hasta la barriga empieza a escarbar para abrirse paso embestida tras embestida; cuando lo han visto y revisto, le abren otra puerta y con unas muletas colgadas de una garrocha llevan al toro de corral en corral, pase para un corral, pase para otro, me atrevería a decir que hasta un pase de pecho, para encerrarlo en su chiquero, donde debe estar hasta que toque el clarín al día siguiente.

Terminado el desembarco, los mismos que aprobaron la corrida en el campo se reúnen a dar sentencia y muchas de la veces le dicen al ganadero que hay un número de toros desechados, algunas veces hasta cuatro, o sea que han llegado algunos huevos rotos. Sin mediar palabra hay que ir al campo a buscar más toros. Un animal acostumbrado a que lo traten bien, tan sensible que nada más se puede torear una vez y, desgraciadamente, al día siguiente, por segunda vez, va a ser en esa maravillosa plaza de la Real Maestranza, donde los ganaderos piensan que por qué se lidia en Sevilla la peor corrida de la camada.

Me acordaba yo del toro «Ojito», que, hace poco tiempo, llegó por la mañana directo del camión a su chiquero y tuvo que salir de sobrero para Dávila Miura, que le cortó las dos orejas y le dieron el premio de la Real Maestranza. Hace menos tiempo, el toro «Ojos negros», que también había llegado por la mañana, lo toreó César Jiménez, le cortó las dos orejas y le dieron la vuelta al ruedo. Quizás la Maestranza tendrá que procurar el año que viene poder cambiar algo las cosas; si no, vamos a tener que llamar al aficionado francés o a la mujer del guarda.

Es evidente que Don Álvaro lleva razón en cuanto al estado de los corrales y al sufrimiento innecesario de los toros en los reconocimientos. Lo que no sé es si de verdad esto influye en su comportamiento posterior. Ha habido muchos toros bravos, muchos, que han pasado por esos corrales, que no parecen ayudar, pero tampoco deben quitar bravura. Otra cosa, a mi la palabra que siempre me ha gustado para designar al profesional es la de «conocedor» ¡que bien les viene!